LA DAMA Y EL PATO
de Francisco Pleguezuelo
La dama, una mujer alta, con el aspecto de tener unos cincuenta o quizás sesenta años, pero con una imagen sabludable y juvenil, con el cabellor rubio casi blanco, vestida con falda y blusa amplias que ocultan sus formas, calzada con sandalias que dejan ver sus pies desnudos de uñas pintadas y una mochila de colegial de colores alegres colgada de sus espaldas, recoge del césped cortezas caídas de los árboles y las guarda en una bolsa de malla. ¿Para qué? ¿Para usar sus propiedades medicinales? me pregunto ¿Qué extraños cocimientos e infusiones hará en su país con estas cortezas de cedro del Himalaya y de ciprés de los Pantanos recogidas en los jardines de los Reales Alcázares de Sevilla? ¿Tendrá un laboratorio en el sótano de su casa con ollas de barro ennegrecido por el guego donde cocer las plantas, alambiques para su destilación, matraces, probetas y redomas, tarros de tapón de cristal con viejas etiquetas de nombres latinos?
No tiene el aspecto, sin embargo, de ser profesa de las ciencias ocultas, practicas sortilegios con pócimas mágicas, usar ungüentos ni de ejercer la brujería. Sus manos largas, finas y blancas más bien sugieren oficios más inocentes y bellos, como el cultivo de rosas y tulipanes, la confección de encajes y bordados o la pintura a la acuarela de paisajes campestres y de marinas. Se ha sentado en el extremo opuesto del banco semicircular de la Fuente del Gallo, en el que llaman Jardín Inglés de los Reales Alcázares. Las ramas y hojas de Ciprés de los Pantanos cuelgan entre nosotros como un fino y verde cendal.
Yo estoy leyendo un libro de Joseph Conrad, "El espejo del mar" y de vez en cuando tomo algunas notas en mi cuadreno. Son palabras y expresiones marineras que me llaman la atención. La dama me mira y se sonríe; parece querer entablar conversación conmigo. Dice algunas palabras en un idioma que me parece alemán, señalando la bolsa de la cortezas de árbol que reposa a su lado. De haber sabido esa lengua podría haberme enterado de la finalidad y destino reales de dichas cortezas, pero, en el fondo, prefiero dejar la solución del enigma a mi imaginación y fantasía.
Un pato de bello y lustroso plumaje -¿ánade real? ¿mandarín?- venido sin duda del cercano estanque del Jardín de los Poetas, se acerca a nosotros con su cómico andar bamboleante. Se detiene un momento frente a mí, me contempla con descarada curiosidad y continúa su camino hasta acercarse a la dama extranjera. Al parecer, sabe distinguir a una turista, una "guiri", casi siempre amigas de la naturaleza y de los animales, de un indígena probable cazador furtivo y, por supuesto, ajeno a sensiblerías ecológicas. La mochila de la señora rubia le ha llamado la atención. Seguro que trae en ella alguna fruta fresca, pan y una botella de agua, debe pensar, como yo, la bella anátida. No nos equivocamos.
La extranjera le anima a acercarse, hablándole dulcemente; saca de la mochila un bollo de pan y comienza a desmigajarlo para darle los trozos al pato que los devora ávidamente. Luego se acerca más aún a la generosa amiga y le picotea levemente las uñas pintadas de los pies. Ella ríe complacida por lo que debe estimar como una caricia. A mí me viene de pronto a la mente el recuerdo de esculturas y pinturas representando el mito de Leda y el Cisne, con el apasionado encuentro amoroso del elegante animal alado con la hermosa muchacha desnuda: Vasari, Ammannti, Moreau, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Correggio, como he podido comprobar después en mi biblioteca, dejan memoria en las salas silenciosas de los museos de Florencia, Roma, Estocolmo y Madrid de la ardiente escena mitológica. Claro que en esta ocasión, la mujer extranjera que dialoga con el pato, cubierta por unas prendas sencillas y vulgares, no provoca el recuerdo de la suave piel desnuda de la joven Leda. Aunque también, hay que reconocerlo, el ave, a pesar de su bello plumaje, tampoco sugiere la imagen romántica y evocadora de música y bailarinas de ballet, del blanco y fogoso cisne enamorado del mito clásico.
La señora termina de dar de comer al hambriento animal, se levanta y se dirige hacia mí. Me pregunta, en inglés esta vez, si estoy escribiendo poesía. Le contesto que no, que sólo tomo datos del libro que estoy leyendo para escribir un relato de ambiente marinero. En realidad, mis últimas anotaciones en el cuaderno, se refieren a la escena que estoy presenciando y tienen el título de "Leda en el Jardín de los Poetas" y entre paréntesis, más abajo, el subtítulo, "La dama y el pato".
(Nota: hermoso artículo, pletórico de sueños, recuerdos, ensoñanciones e impresiones, aparecido en el diario Tribuna, el lunes 03 de septiembre de 2007).
Yo estoy leyendo un libro de Joseph Conrad, "El espejo del mar" y de vez en cuando tomo algunas notas en mi cuadreno. Son palabras y expresiones marineras que me llaman la atención. La dama me mira y se sonríe; parece querer entablar conversación conmigo. Dice algunas palabras en un idioma que me parece alemán, señalando la bolsa de la cortezas de árbol que reposa a su lado. De haber sabido esa lengua podría haberme enterado de la finalidad y destino reales de dichas cortezas, pero, en el fondo, prefiero dejar la solución del enigma a mi imaginación y fantasía.
Un pato de bello y lustroso plumaje -¿ánade real? ¿mandarín?- venido sin duda del cercano estanque del Jardín de los Poetas, se acerca a nosotros con su cómico andar bamboleante. Se detiene un momento frente a mí, me contempla con descarada curiosidad y continúa su camino hasta acercarse a la dama extranjera. Al parecer, sabe distinguir a una turista, una "guiri", casi siempre amigas de la naturaleza y de los animales, de un indígena probable cazador furtivo y, por supuesto, ajeno a sensiblerías ecológicas. La mochila de la señora rubia le ha llamado la atención. Seguro que trae en ella alguna fruta fresca, pan y una botella de agua, debe pensar, como yo, la bella anátida. No nos equivocamos.
La extranjera le anima a acercarse, hablándole dulcemente; saca de la mochila un bollo de pan y comienza a desmigajarlo para darle los trozos al pato que los devora ávidamente. Luego se acerca más aún a la generosa amiga y le picotea levemente las uñas pintadas de los pies. Ella ríe complacida por lo que debe estimar como una caricia. A mí me viene de pronto a la mente el recuerdo de esculturas y pinturas representando el mito de Leda y el Cisne, con el apasionado encuentro amoroso del elegante animal alado con la hermosa muchacha desnuda: Vasari, Ammannti, Moreau, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Correggio, como he podido comprobar después en mi biblioteca, dejan memoria en las salas silenciosas de los museos de Florencia, Roma, Estocolmo y Madrid de la ardiente escena mitológica. Claro que en esta ocasión, la mujer extranjera que dialoga con el pato, cubierta por unas prendas sencillas y vulgares, no provoca el recuerdo de la suave piel desnuda de la joven Leda. Aunque también, hay que reconocerlo, el ave, a pesar de su bello plumaje, tampoco sugiere la imagen romántica y evocadora de música y bailarinas de ballet, del blanco y fogoso cisne enamorado del mito clásico.
La señora termina de dar de comer al hambriento animal, se levanta y se dirige hacia mí. Me pregunta, en inglés esta vez, si estoy escribiendo poesía. Le contesto que no, que sólo tomo datos del libro que estoy leyendo para escribir un relato de ambiente marinero. En realidad, mis últimas anotaciones en el cuaderno, se refieren a la escena que estoy presenciando y tienen el título de "Leda en el Jardín de los Poetas" y entre paréntesis, más abajo, el subtítulo, "La dama y el pato".
(Nota: hermoso artículo, pletórico de sueños, recuerdos, ensoñanciones e impresiones, aparecido en el diario Tribuna, el lunes 03 de septiembre de 2007).
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